En los ya lejanos
días de mi niñez, el sabuco jugó un importante papel en las distracciones que
los chavales de la época teníamos a nuestra disposición. Esta experiencia puede
no ser muy literaria —como cantaría Alaska ¿a quién le importa?— pero resulta
tremendamente nostálgica y entretenida.
Debido al, nosotros
le llamábamos tuétano, que las ramas tienen en su interior, aprovechábamos para
extraerlo y hacer unos artilugios o juguetes de nombre «cuetes». Con estopa,
hacíamos las balas que una vez moldeadas y endurecidas por el uso, alcanzaban
distancia y sonido, dependiendo de la destreza del usuario. Un palo de chaparro
con diámetro y longitud adecuada, servía de émbolo impulsor.
No menor
importancia tuvieron los sabucares a la hora de perseguir a los gorriones de
cría recién salidos del nido. Con los tiradores artesanales que cada uno
poseía, pasábamos horas hostigándolos. El clásico piar de los animalillos,
delataba su presencia. Hoy, por motivos diferentes, ese entretenimiento
infantil para suerte de los gorriones, ha decaído. La población de niños y casi
de gorriones, se ha extinguido en los pueblos. Solo al verano aparece alguno
por allí; los críos que veranean en el pueblo, no se obsesionan con los
pájaros: con el móvil o la Tablet, tienen suficiente. Buscan los puntos
emisores de wifi y allí van en bandadas, como antes los gorriones.
No se me ha
olvidado un latrocinio que cometimos una tarde del mes de agosto Crispín y yo:
a las cinco, con un sol que aplanaba, le robamos al tío Leandro del huerto, unos
pepinos. Fuimos a los sabucares que había al lado a ocultarnos de miradas
acusadoras. No he comido nada más malo en mi vida: calientes, sin sal… Los
arbustos fueron nuestros cómplices obligados, aunque dudo que de haber podido,
se hubieran prestado a ello.