Aquella noche, en el
pueblo no se escuchaba más que al silencio. De vez en cuando, la voz de un
perro asustado callaba a éste. El temor del can a la soledad, a la oscuridad de
la noche o quizá alguna raposa merodeando por las proximidades en busca de
restos de algún parto del ganado, provocaban sus ladridos. Los mozos, hacía
rato que habían dejado de entonar villancicos por las casas pidiendo el
aguinaldo. En la calle, una luna negra y un sol de medianoche en la fría
madrugada de enero custodiaban la nieve. El viento, para darle ánimos, ululaba
sus lamentos al tiempo que, incansable, trasladaba la nieve acumulándola en
ventisqueros. Una madrugada de perros para los Reyes Magos.
Miguel estaba en la cama,
batallaba contra el miedo y contra el frío. La tiritona, no sabía si era fruto
de lo uno, lo otro o la suma de los dos. Aquel silencio aterrador le penetraba
las meninges y todas las células de su cuerpo participaban de él. Desde que su
hermano mayor faltó, las noches eran una tortura. La mayoría de ellas, hasta
que su mente sucumbía agotada y se rendía al sueño, las pasaba sentado en las
escaleras de acceso al granero arropado con una manta. Solo un pequeño
ventanuco dejaba penetrar a la oscuridad reinante en el exterior. Esa noche no
iba a ser diferente a las otras a pesar de haber dejado en la ventana las
zapatillas con cebada para los camellos y una botella de licor para la comitiva
Real.
Nunca se atrevió a decir
nada a sus padres que ignoraban el infierno nocturno de su hijo. Tampoco se
acostaba sin cerciorarse antes de que arriba, en el granero, la puerta quedaba
cerrada ignorando que, los fantasmas, no la necesitaban abierta para salir.
Solo la compañía puntual de su gata Curra, aliviaba algunas noches sus
insomnios. A escondidas de su madre, que la perseguía con la escoba, la llamaba
y con su ronroneo agradecido suplía la carencia de calor y compañía que
necesitaba.
Por eso, cada ladrido de
un perro o alguien que pasaba por la calle haciendo crujir la nieve helada, le
devolvía la vida. Dentro del terror, auscultaba como un enfermo todo cuanto a
su alrededor ocurría. Así, mientras el aullido lejano de un perro le
tranquilizaba, cualquier ruido dentro de la casa le cortaba la respiración.
Percibía los latidos acelerados de su corazón y ello acentuaba más la ansiedad.
Una rata corriendo por el granero, el gato persiguiéndola, el crujido de un
mueble o del edificio.... Se levantaba de la cama tiritando de terror y salía
al pasillo. Esa noche, al ir a oscuras, tropezó con algo y cayó de bruces. No
tuvo tiempo ni de soltar una maldición o un grito. De pronto, se iluminó el
pasillo y pudo ver a sus padres acercándose.
¡Oh Dios! la que me va a
caer ahora. Pero lejos de regañarle, le acariciaban y decían palabras que nunca
antes les había oído expresar. Vio a más gente, casi todos desconocidos, y se
preguntó que habían ido a hacer allí. Porque entre ellos, parecían conocerse
todos. Divisó a su hermano que, haciéndole señas y llamándole, le ofrecía su
mano. Percibió que el frío y el miedo habían desaparecido. Sin pensarlo dos
veces, agarró la mano de Quique y así, los dos, salieron de estampida escaleras
abajo hacía la calle sin importarles la gente que por allí había y mucho menos,
que la puerta estuviera cerrada, pues no la utilizaron.
El viaje de los Magos, ya
no iba a ser necesario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario