Tengo una
casa en la playa que, apartando las consideraciones arquitectónicas de la misma,
contiene una serie de condicionantes ajenos a su construcción, que la hacen inconmensurable
en los adjetivos.
Cuando
planeamos comprar algo en la playa, más que nada por invertir el dinero que nos
sobraba de comer y que solo servía y sirve paran engordar las cuentas de los
banqueros, fijamos nuestra mirada en el lugar más cercano y conocido a nosotros
y con playa. Peñíscola era sin duda la elegida. Hacía muchos años que para mí
era la perla del Mediterráneo y sigue siéndolo.
Como
casi siempre ocurre, lo que me dan no lo quiero y lo que quiero no me dan.
Entre lo que nosotros queríamos y lo que nos ofrecían no había coincidencia.
Estar en primera línea de playa y que fuera asequible, no era factible. El bolsillo
no llegaba y mi voluntad de endeudamiento tampoco. Había posibilidades en Las
Atalayas, pero claro había un inconveniente: hay que coger el coche para
bajar a la playa, sin contar con el problema del aparcamiento en verano. La santa lo rechazaba. Posición y edificación, magníficas,
pero pesaba más el otro impedimento.
De
rebote, caímos en otro lugar. Sant Carles de la Rápita previo paso por Vinaros. No voy a relatar la
casi rocambolesca historia que nos tocó vivir. Un pareado de dos plantas con
jardín y garaje nos sedujo más que nada porque era a lo que podíamos aspirar
estirando un poco el gasto previsto.
Aquí he
pasado momentos memorables, sobre todo en soledad. Me construí una barbacoa, íntegra,
con veleta, anemómetro y marcador de los puntos cardinales. Cabe una paella
pues para eso la construí o más bien pensando en eso. Como soy de secano y de
tierras altas y de frío, no tardé en plantar en el jardín un olivo, un
mandarino y un naranjo amén de un limonero. También un naranjo de esas
pequeñitas. El primer limonero y el naranjo de adorno, fenecieron víctimas de
las plagas por mucho que intenté luchar contra ellas. También una morera de
sombra la cual arranque al siguiente año de plantarla por los miedos que
alguien me metió sobre el daño que las raíces pudieran hacer. La tuve arrancada
todo el invierno y cuando a la primavera siguiente vine, ya estaban las yemas a
punto de reventar. No pude resistir y tras una noche entera con las raíces a
remojo, la volví a plantar. Ella agradecida, me ha proporcionado la alegría de verla
volver a la vida y al verano darme la sombra y cobijo pertinentes. La vida es muy agradecida.
La falta
de ventilación, al estar rodeado el jardín por vallados y setos, impide que
algunas plantas germinen con normalidad. Sobre todo los melones, tomates, ajos,
etc. Nacen y crecen, pero no como lo harían en plena libertad. Eso lo suplo con
un huerto salvaje que crece a su aire en las cercanías. Allí recolecto borraja, (hoy he comido
de ella), desconocida en estos lares ignoro el porqué; además es de color rojo
en los tallos, inédita en mi pueblo. También hay unas acelgas exuberantes,
aunque hasta de ahora no he recolectado nunca pero pensarlo muchas veces.
He
trabajado mucho. Vallas, suelos, puertas del garaje y entrada, balaustrada exterior.
Interior. En fin, que hice lo que creía que debía hacer en su momento. Encargué
a unos albañiles me hicieran un mosaico en la fachada con piedras
diferentes y luego yo consideré que cuando fregaba no lo veía con lo cual,
enfrente a la cocina en la pared del exterior, lo hice yo no desmereciendo en
absoluto respecto del trabajo realizado por los albañiles. Hasta hice una Pilarica
con piedras, que era el material empleado en hacer el mosaico. Una concha
fósil petrificada, recogida en Silvestrejas, en el pueblo, es la Virgen.
Sí, he
vivido momentos tranquilos, en paz. Hasta felices. Solo, aunque a veces la soledad pesa. Aunque parezca mentira, el aislamiento a veces
nos proporciona la paz interior que en compañía no disfrutamos. Hoy, cancelada la hipoteca y con la escritura lista, ya es mía.
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