Como soy y procedo del campo, desertor del arado al fin y al cabo, presté atención a los cultivos que a ambos lados de la carretera se ofrecían a mi vista, que no obstante no dejaba de mantenerse fija en el asfalto. Campos de patatares en las suaves y onduladas colinas me hacían exclamar expresiones de admiración por lo insólito, para mí, del hallazgo ya que siempre los había visto en regadío. No menos sorprendido quedé al ver un emparrado de tres metros de altura, por lo menos, sobre el cual trepaban las plantas de las judías verdes con sus vainas largas colgando. El día no se había despejado pero la visibilidad era mucho mejor que al llegar por la mañana. Pero lo que más me impactó, por desconocida, fue la esbelta torre de la catedral de santo Domingo de la Calzada. Sobresale con diferencia de cualquier otra construcción, incluso moderna, de la población y en aquella llanura, es como un faro que indica hacia donde debes dirigirte. Cuando ya estás a sus pies, compruebas que está separada del templo, aunque al ladico, y que debes inclinarte hacia atrás para poder apreciar la veleta. Es majestuosa y bella. La historia de esta población y su Santo, son un hito del Camino de Santiago. Ya en el interior de la Catedral, pues esa basílica tiene esa categoría, en la cripta se halla el sepulcro del Santo, de obligada contemplación. Pero me esperaba una sorpresa, con la que no contaba, en el interior de la misma. Haciendo el recorrido por los diferentes altares, escuché el canto de un gallo. Dios mío, me ocurre como a san Pedro, ¿también negaré al Señor al tercer canto del gallo? Mas como estos continuaban, observé a otros visitantes a ver si era que echando perras a algún cepillo se reproducían los quiquiriquís del gallo. La curiosidad me llevó hasta el lugar de donde procedían tales cánticos y aun así no acertaba a dar con el disimulado pollo. Al fin, elevando la vista, resolví el misterio: un precioso y hermoso gallo blanco en compañía de una gallina no menos agraciada, moraban en un gallinero exclusivo para ellos sin prestar atención a quienes, muertos de intriga como era mi caso, teníamos la propia prendida en ellos. Me quedé sin habla; posteriormente me enteré del dicho “santo Domingo de la Calzada, donde la gallina cantó después de asada”. Mi paso por el lugar, dejó en mí una profunda huella emocional que todavía perdura y además, como era año jubilar del Santo, gané todas las indulgencias habidas y por haber al respecto. Cumplido ese deber decidí, ya que me pillaba cerca, acercarme a visitar a los cántabros.
Tras perderme en Miranda de Ebro, mis huesos fueron a dar en Las Merindades. Un pueblo de nombre árabe me acogió. En él encontré el reposo del guerrero y una canción de los hermanos Quijano, “Poesía de amor”; todo ello de nostálgico e inolvidable recuerdo. Perdido por las verdes montañas cántabras, entrando y saliendo continuamente de Euskadi, al fin arribé a Laredo y de allí al palacio de la Magdalena en Santander. Sin palabras para describirlo; hay que vivir las sensaciones. El temible Cantábrico, tantas veces oída su fama desde otros lares, se ofrecía tranquilo a los bañistas. Como soy de secano, me abstuve y disfruté mi tiempo en pasear por la península donde se ubica el edificio. Sin despreciar, prefiero el Mediterráneo y las playas del Delta. Cumplido el periplo por la ciudad cántabra, otra vez a la Meseta por el puerto de El Escudo, tantas veces mencionado por el uso de cadenas, cuando no cerrado, durante el invierno. Camino del Camino y de Burgos. Un alto en Vivar para visitar el pueblo del Cid, en devolución a la visita que éste hizo al mío camino de Valencia. En Burgos estaba planificado el fin del recorrido por esta vez, así que busqué la Catedral para visitarla. Paseando llegué hasta ella donde hallé otra sorpresa: un peregrino en estatua de bronce formando conjunto con un banco. Es, el Monumento al Peregrino. Sentado a su lado, me hicieron una foto donde se me ve charlando amigablemente con él; una foto para el recuerdo. Yo también estuve allí. Del interior de la Catedral, me temo que lo mejor se quedó sin visitar, por desconocimiento. Como te obligan a seguir un recorrido, previo pago, del cual no puedes escaparte y tras realizarlo tu curiosidad queda muy disminuida, pues eso, creo me timaron. Tanto y como la ignorancia es tan atrevida, que me quedé sin contemplar la formidable fachada gótica que ya en mis libros escolares estaba impresa. En el interior, múltiples sepulcros de personajes históricos de la tierra. Lujosas criptas con estatuas; una exposición de cálices que haría las delicias del Eric, el belga, de turno e incluso de quienes no lo son. Lo más de lo más, en el suelo la lápida que recuerda el sepulcro de don Rodrigo Díaz de Vivar, alias el Cid Campeador y doña Jimena. Tras tantas correrías y hacer la pascua a fieles e infieles, sus huesos vinieron a dar aquí; honor que sin duda agradaría al Cid si le dieran la palabra. Esto me recuerda a un hombrecico que tenía un olivar: harto de que le robaran las olivas, cedió el terreno para camposanto. El día de la inauguración, dijoles a sus paisanos: “Todos, todos habís comido olivas de este olivar, lo que nunca imaginastis es que vendríais aquí a dejar los huesos”. Jajaja. De vuelta para casa, remoje mis nalgas en unas aguas termales que surgen a orillas del río Cidacos, en Arnedillo. No pude aguantar la temperatura en todo el cuerpo sumergiéndome en una especie de piscinas rupestres habilitadas para tal fin, el agua quemaba. Jamás olvidaré este viaje. Solo me resta volver a abrazar de nuevo al Apóstol, medio siglo después. Todo “se andará”.


1 comentario:
Las piscinas termales. Tesoros escondidos en el blog
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