¿Soy un viejo verde porque admiro la belleza y juventud en las mujeres?
La vida es un ciclo interminable de
contrastes, y en este juego cruel del tiempo, a menudo encuentro mi
lugar en el rincón oscuro de la admiración. Me he dado cuenta de que la
belleza y la juventud de las mujeres son dos conceptos que me atraen de
una manera casi obsesiva. A medida que los años pasan, mi piel se
arruga, mi cabello se vuelve gris y la vitalidad de mi ser se desmorona;
sin embargo, mis sentidos permanecen alertas para captar esa chispa
fresca de la juventud que brilla en la belleza femenina.
No puedo evitarlo. Hay algo hipnótico en la frescura de una mujer joven. Su risa, su energía, esa forma despreocupada de abordar la vida que solía poseer. La juventud tiene una fragancia única, un aroma de posibilidades infinita, mientras que yo me encuentro atrapado en un mundo donde los sueños se marchitan. Ese hecho, desafortunadamente, no se encuentra exento de un profundo sentido de pérdida. No hay alegría en mi admiración; solo tristeza. Mis pensamientos se llenan de la frustración de saber que no puedo volver atrás en el tiempo, que no puedo alcanzar esa juventud que se escapa con la misma rapidez con que las estaciones cambian. En mi mente, el viejo verde se convierte en una figura trágica, un Hernández de los cuentos, incapaz de liberar su mente de los caprichos del deseo. Este deseo, más bien no deseo, que solía ser puro y sincero, se ha contaminado con un sentimiento de culpa y repulsión.
La sociedad nos mira con desdén, como si la atracción por la belleza juvenil fuera un crimen. No puedo escapar de la marca de la decrepitud, de la percepción de que un hombre de mi edad no debería encontrar placer en la juventud, y no lo hay, como si sólo fuera aceptable si se tratara de una mirada puramente platónica, como así es. Sin embargo, ¿acaso no es la belleza una forma de arte que merece ser apreciada, independientemente de la edad? La contradicción está en que, aunque la belleza de la juventud debería ser un deleite para los ojos, en mi caso, se convierte en un recordatorio de lo que se ha perdido.
Es en esta encrucijada del no deseo y la culpa donde se encuentra mi fatalismo. Sé que mis pensamientos pueden deslizarse hacia lo inapropiado, traspasar la línea que separa la admiración de la obsesión. Y aún así, me encuentro en este mar de contradicciones, navegando entre la admiración y la repulsión. La juventud en las mujeres se convierte en un espejo doloroso que refleja la inevitable realidad de mi propia decadencia.
Hay un momento en que uno comienza a cuestionar la naturaleza de su admiración. ¿Es realmente una apreciación genuina por la belleza o simplemente un deseo de recuperar lo que se ha perdido? Esa pregunta ronda en mi mente, como un eco constante que nunca cesa. La dualidad de estos sentimientos es, quizás, la fuente de mi tragedia personal. La admiración se transforma en anhelo, el deseo se enreda en el arrepentimiento, y el arrepentimiento, a su vez, se vuelve un compañero sombrío e ineludible.
A medida que me sumerjo más en estas reflexiones, se hace evidente que la juventud es efímera, y con el paso del tiempo, incluso la más deslumbrante de las bellezas eventualmente se desvanecerá. Esto, por supuesto, se convierte en un círculo vicioso. Observando la belleza de una mujer joven, me duelo no solo por la juventud presente, sino por el inevitable destino que la espera: el paso del tiempo, el desgaste, la pérdida. Quiero aferrarme a esa belleza, pero sé que no puedo; tampoco debo. Es como intentar atrapar agua con las manos: cuanto más aprietas, más se escapa.
Lo que me lleva a la conclusión más amarga de todas: en lugar de ser un viejo verde que admira la belleza, soy un viejo triste que observa con melancolía el inevitable paso del tiempo. Cuanto más me aferro a esa admiración, más me alejo de la aceptación. Y, sin embargo, la aceptación parece estar prohibida para mí. Aceptar el paso del tiempo significaría rendirme a la realidad de mi propia vejez, a la inevitabilidad de mi destino. Algo que ni siquiera puedo permitirme considerar.
En última instancia, la admiración por la belleza y la juventud en las mujeres se convierte en un reflejo de mis propias inseguridades y deseos reprimidos. Es un recordatorio de lo que era, de lo que podría haber sido y de lo que nunca volverá a ser. A través de esta lente pesimista, el viejo verde no es solo un amante de la belleza, sino un prisionero de su propia melancolía, condenado a observar desde la distancia.
Mientras las mujeres jóvenes continúan floreciendo a mi alrededor, yo me convierto en un espectador solitario, atrapado entre el (no) deseo y la realidad. Mi admiración se tiñe de una tristeza profunda y desesperanzada, un recordatorio constante de que la juventud es un regalo fugaz que jamás podré reclamar. Y así, en este laberinto de emociones, el viejo verde sigue adelante, contemplando la eterna belleza mientras se enfrenta al inexorable paso del tiempo que lo consume.
Alguien dijo que un hombre tiene la edad de la mujer que ama. La mía, no ha envejecido, se mantiene en mis sueños inalcanzables en la edad en la cual me negó su amor.
Por último, algo ajeno: Antes, cuando era mozo... ande meaba dejaba un pozo. Y ahora en viniéndome viejo... ni rastro dejo.

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