He participado con mi nieta en un concurso literario que por razones obvias no puedo exponer de momento aquí, y me ha dejado perplejo, maravillado. De no saber que alguna de las cosas que expone son rigurosa y dolorosamente ciertas, hubiera pensado que las habría copiado o la IA se las habría proporcionado.
Todo lo contrario de lo que a mí sucede. Ya he vaciado toda mi anodina vida en el blog y/o los libros y por razones obvias hay temas que jamás se me ocurriría tocar. Solo me pertenecen a mí. Sin olvidar que mi capacidad literaria es nula, la imaginación ya no funciona y el abuelo Cebolleta ya ha dado de sí cuanto en su alforja llevaba, pues esto se acabó.
Bien es verdad que hubo un tiempo que fue muy entretenido. Los recuerdos fluían, la imaginación funcionaba, las aventis mal que bien también proporcionaban argumentos pero todo eso se fue al garete. Hoy, poco menos que incapaz de dar un paso tras otro, cuando llega la hora de salir a pasear a Laika para que haga sus necesidades, no sabría decir cual de los dos tiene menos ganas de salir de casa: yo porque no puedo, ella porque no quiere. Si no fuera por pura necesidad, no saldríamos de casa. Aunque eso sí, hemos llegado a un punto en que no podemos vivir el uno sin la otra y al revés. Llora si me voy y la dejo en casa; antes de llegar el ascensor a la planta, ya sabe que subo, y yo, ya sueño que me falta. La pasada noche, y no es la primera, como todos los sueños, absurdos la mayoría de las veces, lo único cierto es que me faltaba, la había perdido y no estaba conmigo, y eso, me duele inmensamente aún soñando. Amo a esta animalillo como nunca pensé que pudiera hacerlo. Una perrilla que vino a mí en un momento de soledad y se ha convertido en mi amor inseparable.
Ya, ni esto le levanta a uno el ánimo.


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