El coronel ya tiene quien le escriba. Ha contratado a un negro.
En el pequeño pueblo de Macondo, donde los días parecen columpiarse entre la bruma y el sol radiante, un revuelo se ha desatado. Don Fernando, conocido por todos como el coronel, ha tomado una decisión que ha dejado a más de uno boquiabierto: ha contratado a un negro para que le escriba. Sí, así como lo oyen. El hombre que durante años había estado sumido en su propio silencio, ahora ha decidido compartir su vida a través de la pluma.
La noticia corrió como pólvora entre los habitantes del lugar. Desde la plaza principal, donde las charlas siempre giran en torno al último chisme, hasta el mercado, donde los vendedores gritan a voz en cuello para hacerse escuchar. La cosa no tardó en llegar a oídos de Doña Rosa, la comadrona del pueblo, cuya lengua rápida era famosa por deshacer matrimonios e iniciar romances.“¡Imagínate! ¡El coronel, un hombre que jamás ha permitido que nadie se acerque a su historia, ha decidido abrirse al mundo!”, exclamó Doña Rosa, sacudiendo su delantal como si tratara de espantar a un zancudo pesado. “¿Y qué será lo que tiene que contar? Si todo el pueblo sabe que no tiene más que gallos y cartas de esperanza en su bolsillo”.
Don Fernando, con su cabello canoso y su mirar afilado, rememoraba las noches pasadas en vela, esperando un correo que nunca llegó. Desde que su esposa falleció, la soledad había sido su única compañera. Pero ahora, el negro, cuyo nombre nadie conocía aún, se había convertido en una figura prometedora.
El nuevo escritor llegó con una sonrisa amplia y ojos chispeantes, tan oscuros y profundos como el café recién hecho. Su andar era ligero, como si las preocupaciones del mundo no pesaran sobre sus hombros. “Buenos días, coronel. Estoy aquí para ayudarle”, dijo al entrar en la vieja casa de madera que tanto había visto pasar el tiempo.
“¿Ayudarme? ¿A qué?”, respondió Don Fernando, visiblemente sorprendido. “No tengo nada que contar, hombre”.
“¡Oh, pero eso es lo que usted piensa! La vida está llena de historias, solo hay que saber dónde buscarlas”, replicó el negro, aferrándose a su tintero y pluma como si fueran la llave del universo.
La relación entre el coronel y su nuevo escribano comenzó a florecer. En las largas horas de conversación, Don Fernando se fue desnudando de sus temores y anhelos. Hablaban de gallos, de apuestas perdidas, de sueños marchitos que alguna vez danzaron en la mente del coronel. Se reían, discutían y acordaban cómo plasmar esos momentos en papel.
Poco a poco, el negro desentrañaba el corazón de Don Fernando. “Mire, coronel”, decía mientras hilaba palabras, “todo lo que siente merece ser contado. Esas luchas, esos fracasos, son parte de su esencia”. Y así, con risa, jolgorio y pluma en mano, el proceso de escritura se transformó en un ritual cotidiano.
Los paseos por el pueblo se volvieron más frecuentes. Juntos visitaban a Doña Rosa, a quien el negro deslumbraba con sus historias de vida. Una tarde, mientras erguían las copas de un buen vino, ella no pudo evitar preguntar: “¿Y tú, negrito? ¿Qué tienes que decir del coronel?”.
Con una sonrisa picarona, el negro contestó: “Ah, señora, este hombre tiene más cuentos que un libro de magia. Pero lo que realmente me impresiona es su valentía. Revivir esas memorias es como enfrentarse a un gallo feroz en la arena”.
Así, entre risas y brindis, la vida en el pueblo adquirió un aire nuevo. La curiosidad por conocer las historias del coronel creció; y cuando decidió hacer una lectura pública en la plaza, todos se agolpaban en un mar de murmullos. “¿Qué dirá? ¿Hablará de sus gallos? ¿De su amada?”, especulaban.
Cuando llegó el día, el pueblo se vistió de gala. Las sillas fueron colocadas y los niños corrían emocionados. Al elevarse la voz del coronel, el silencio cubrió los rostros curiosos. “Esta es la historia de un hombre que soñó con volar, pero se quedó en el suelo”, comenzó. Las palabras fluyeron como el viento, y cada frase resonó en los corazones de los presentes.
Los relatos de batallas, de esperanzas, de gallos que jamás llegaron a ser campeones, evocaron risas y lágrimas. El negro, desde la esquina, sonreía satisfecho, sabiendo que había hecho un trabajo excepcional. No solo había sido un mero escribiente; había sido el arquitecto de la voz del coronel, el puente entre su soledad y la comunidad que lo rodeaba.
La ovación al final fue ensordecedora. Las palmas resonaban como el sonido de los aplausos de un universo esperando más historias. El negro tomó la palabra: “Este es solo el comienzo, amigos. A partir de hoy, el coronel tiene mucho más que contar”. Y así, la gente comenzó a imaginar nuevas páginas llenas de aventuras, amores perdidos y sueños renacidos.
El reinicio de la vida de Don Fernando y su vínculo con el negro despertó un sentido de pertenencia en el pueblo. Muchos comenzaron a acercarse al coronel, dispuestos a compartir sus propias historias. Se creó un círculo de narradores, donde los relatos y las risas tejían redes invisibles de amistad.
Y en medio de todo esto, la figura del negro se convirtió en una especie de héroe local, siendo el catalizador de un cambio tan inesperado como sublime. Con su risa contagiosa y su mirada profunda, había transformado la soledad del coronel en un vibrante festival de palabras.
Entonces, sin previo aviso, Don Fernando decidió organizar un segundo evento. Esta vez, no solo sería sobre su vida. Invitó a todos los habitantes a compartir sus historias, a llenar la plaza con relatos de amor, de pérdidas, de risas, de gallos y de sueños. El negro no podía contener su alegría, pues sabía que el verdadero triunfo no era solo la escritura, sino el poder de la comunidad.
El día del evento, la plaza estaba adornada con guirnaldas hechas a mano y banderas ondeando al viento. Los niños corrían riendo, y los viejos, con nostalgia en su mirada, aguardaban ansiosos. Cada voz que se alzaba era una celebración, una conexión. El negro, mirando desde un costado, sentía que algo grande estaba surgiendo, un sentido de unidad que había estado dormido por demasiado tiempo.
Y así, con cada historia que se compartía, el pueblo de Macondo revivía. Don Fernando había dejado de ser solo un viejo coronel con un par de gallos; se había convertido en un símbolo de la narrativa colectiva. Él, que una vez vivió en el silencio, encontró su voz, y esa voz resonaba en cada rincón.
Finalmente, después de una jornada llena de risas, abrazos y lágrimas, Don Fernando miró al negro y dijo: “Gracias, amigo. Lo que hemos construido aquí es más que palabras; es vida”. Y aunque el negro sonrió, sus ojos reflejaron una sabiduría profunda. Sabían que al final, todos tenemos algo que contar, y cuando se comparte, se transforma el mundo.
Así concluyó la extraordinaria historia del coronel que había encontrado quien le escribiera. Un relato fresco, lleno de jolgorio y esperanza, que sigue resonando en el aire de Macondo, un pequeño pueblo donde los días, aunque parezcan similares, siempre tienen algo nuevo que ofrecer. La vida, como ellos aprendieron, es un cuento interminable esperando ser narrado.
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